Lengua 8

por | septiembre 4, 2017

Unidad 2 – Página 65
TIC

Crónica: La muerte del río yautepec

La muerte del Río Yautepec

Por Guadalupe Nettel* I @nettelg

Lo mejor de nuestra casa estaba fuera de ella. Abajo, al final del terreno, más allá de los gallineros y el establo donde jamás habitó ningún cuadrúpedo, había una puertecita de metal.

Atravesarla implicaba entrar en un universo silvestre lleno de plantas tropicales, algunas suaves, otras espinosas, y otras que al tocarlas desprendían una sustancia capaz de irritar la piel durante varios días. También había mariposas y aves de colores brillantes, incluidas guacamayas que lanzaban sus graznidos socarrones cada dos por tres. En el centro de aquel universo había un río, el río Yautepec, un ser vivo cuyo temperamento voluble y excesivo, lo emparentaba con los seres humanos. A veces estaba apacible y nos lanzaba una suerte de ronroneo feliz que escuchábamos con deleite. Otras, en cambio, su mal humor crecía sin parar, durante semanas enteras, hasta rebasar los límites de la casa. En una ocasión llegó a derrumbar la barda, y mis padres tuvieron que pagar una fortuna para volver a edificarla. Estuviera como estuviera, el río no escondía nada. Sus aguas eran transparentes y francas. En ellas vivía todo tipo de animales. Cuando el río estaba contento, mi hermano y yo corríamos con nuestras botas de hule a perseguir ajolotes, ranas y renacuajos. Los atrapábamos con nuestras cubetas de metal y luego los dejábamos ir. Pasábamos horas ahí hasta que nuestra piel se volvía translúcida y arrugada como una membrana, cosa que a nosotros nos parecía natural. Éramos niños anfibios jugando con las crías de otros anfibios, ante la mirada impávida de algún tlacuache.

Entre lo más fascinante que tenía ese río, estaba su extensión. A los pocos adultos que se aventuraban a bajar con nosotros hasta ahí, les preguntábamos siempre dónde terminaba. Algunos contestaban que era infinito, otros decían que su origen era un manantial situado en Iztamatitlán, donde Moctezuma tomaba baños larguísimos; también nos explicaron que pasaba por las grutas de Cacahuamilpa. Daba vértigo pensar que los hombres primitivos que habitaron esas cuevas habían mojado sus pies en las mismas aguas transparentes que nosotros. Miles de años de agua circulando, generaciones de renacuajos, naciendo y muriéndose ahí, generaciones de niños jugando con ellos.

Era el principio de los años ochenta. En esa época Morelos, era un estado aún muy apacible y limpio. Sin embargo, su cercanía con la capital lo convirtió pronto en el blanco de todas las compañías constructoras. Cerca de nuestra casa aparecían nuevos fraccionamientos, como aparecen los hongos en época de lluvia. Así surgió Cocoyoc, y el balneario de Oaxtepec al que cada semana acudían los trabajadores del IMSS. Cuanta más gente llegaba, menos renacuajos había. La relación era clara. En cambio, el agua del río ya no lo era tanto. Fue en esa época cuando en lugar de esperar a mi hermano, comencé a despertarme más temprano de lo habitual. Atravesaba a hurtadillas la puerta trasera del terreno para ver el amanecer. Ahí me quedaba un buen rato, preguntándole al río cosas que no me atrevía a comentar con mi familia. En el sonido de su cauce me parecía escuchar las respuestas que necesitaba, pero también otras cuestiones inquietantes. El río estaba en peligro y yo no me daba cuenta.

El primer signo de alarma fue un pañal de adulto que apareció flotando. Por extraño que parezca ahora, nosotros nunca habíamos visto basura, además de ramas y hojas secas o uno que otro animal muerto. El pañal no venía solo. Lo acompañaban botellas de refresco y bolsas de Sabritas. No puedo explicar la indignación que sentí al ver toda esa porquería. Imaginé a un grupo de granujas arrojar al agua todo aquello después de un día de campo. Lo conté en el desayuno, pero nadie, excepto mi hermano, pareció comprender la gravedad del asunto.

—Te encanta hacer drama de todo—dijo mi madre.

—¿Qué hacías ahí a esa hora?—preguntó papá.

Un par de horas después, mi hermano y yo bajamos para cerciorarnos. Entonces también a él le tocó ver al río lleno de desperdicios. Ese día comprendimos que una nueva época había comenzado, una época de podredumbre que aún no termina.

Además de la basura estaban los desechos humanos. Cuando los tubos colectores del desagüe se rompían, los funcionarios de la municipalidad no se preocupaban por repararlos. Las heces y los desperdicios tóxicos de todas esas casas y balnearios desembocaban en el río, y a ellos les parecía normal que fuera así. En pocos meses, el color del agua cambió de transparente a marrón opaco.

En sus crisis de mal humor, arrastraba como un perro rabioso espuma de jabón y detergente, además de bolsas de plástico y platos de unicel. Lo peor era el olor. Un tufo fétido, a cadáver descompuesto, volvía imposible acercarse. En vez de considerarlo una víctima de su propia ignorancia, de su irresponsabilidad, la gente veía al río como a un enemigo. Su cauce, antes cristalino, se había convertido en un criadero de insectos y de enfermedades. En 2013 llegaron a achacarle una epidemia de dengue. Se hablaba de niños que habían muerto por beber agua de allí. Mi madre nos contó que algo semejante había sucedido con los ríos de la Ciudad de México. Todos habían acabado convirtiéndose en cañerías infectas. Nos dijo que después de haber sido tan suntuoso como Venecia en sus mejores tiempos, el df se transformó en una de las ciudades más contaminadas del mundo.Con frecuencia pienso en todas las calles que llevan un rastro de agua en sus nombres: Mixcoac, Churubusco, Río Becerra, enterrados ahora bajo grandes avenidas. Cada vez que transito sobre ellas, me digo que voy sobre la lápida de un río desecado. Un país empieza a descomponerse cuando contamina o compromete sus aguas. Esa ciudad que en su época de mayor esplendor estuvo rodeada de canales, hoy conoce la sequía. Algo semejante ocurrió con el pueblo de mi infancia. El río no fue lo único que se pudrió. De ser un lugar amigable, fiestero y apacible, se convirtió en uno de los mayores focos de violencia, un sitio donde el secuestro y la extorsión son el pan cotidiano. Ahora, el río Yautepec no sólo arrastra basura, sino también los cuerpos de muchos desaparecidos.

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* Obtuvo un doctorado en Ciencias del Lenguaje en la ehess de París. Es autora de cuatro libros de cuentos (Juegos de artificioLes joursfossilesPétalos y otras historias incómodas, El matrimonio de los peces rojos) y de tres novelas (El huésped,El cuerpo en que nací y Después del invierno) publicadas por la editorial Anagrama. Su obra ha sido traducida a más de 10 lenguas y ha obtenido varios premios y reconocimientos como el Premio Herralde de novela, el Premio internacional para narrativa breve Ribera del Duero, entre otros

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Nettel, Guadalupe. (18 de abril de 2016). La muerte del Río Yautepec. Crónica ambiental. Recuperado de https://goo.gl/4dRPRW

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