Tema 2: Las primeras novelas ecuatorianas realistas
Página: 89
La emancipada: capítulo 2
Al amanecer del día siguiente, recibió Eduardo una carta de un íntimo amigo suyo que estaba en todos sus secretos, quien le decía:
Querido Eduardo: prepara el ánimo para oír cosas terribles: es preciso que cobres fuerzas y leas esta carta hasta el fin. Conforme a lo convenido asistí al baile del Niño.
Son las dos de la mañana: oigo todavía el canto y el tamboril: don Pedro está en el baile y creo que no verá a su hija hasta muy tarde. Puedes aprovechar de los momentos que son preciosos, entre el cura y don Pedro van a sacrificar a Rosaura, si acaso no andas listo.
Don Pedro había apurado las copas como siempre, y se convirtió en hazmerreír de los tunantes. En uno de los corros le hablaron del próximo matrimonio de la monjita (así llaman a Rosaura) y le oí estas palabras que me helaron todas las fibras: «El cura me ha dado un buen novio para ella y le he admitido a ojo cerrado, porque sé que un cierto mocito ha venido ya a amostazarme la sangre. Mañana en la misa de este Niño será la primera amonestación. Pasado mañana en la misa de los paileros será la segunda amonestación. El día de los santos reyes la monjita será esposa legítima de don Anselmo de Aguirre, propietario de terrenos en Quilanga».
Con una angustia mortal, aunque sin dar entero crédito a lo que acababa de oír, me acerqué a hablar con el cura, al tiempo que éste se sentaba en un taburete para saborear un vaso de aguanaje que le acababan de servir. Al mismo tiempo se acercó don Pedro, haciéndole al cura mímicas contorsiones y señalando con el índice a dos viejos que le seguían, dijo:
—Oiga mi padre cura, lo que me dicen estos bellacos: me dicen que hago mal en dejar correr las amonestaciones, antes de haber pedido el consentimiento de la novia, como si mi hija pudiera dejar de consentir en lo que su padre lo mande.
El cura se arrellanó, nos dirigió una mirada a estilo de Sultán: tragó un bocado de aguanaje, produciendo un ruido repugnante, y con afectada gravedad respondió:
—Sin duda no sabrían esos señores que yo soy quien lo ha dispuesto.
—No, señor, no sabíamos —repuso uno, bajando la cabeza.
—Si el señor cura lo ha dispuesto, bien dispuesto está —dijo el otro.
Todos tres se retiraron.
—Señor cura —le dije yo—, el asunto es grave y si me permitiera le haría algunas reflexiones.
—¿Qué reflexiones serán esas? —me respondió sin mirarme y con la vista fija en los que empezaban a bailar.
—La primera es que las hijas no son esclavas ni de sus padres ni de los curas.
—¿Y es un pascasio el lancasteriano quien ha de venir a enseñarme?
—Sí señor, un pascasio lancasteriano, tiene derecho para decir a un señor cura que si en verdad somos cristianos, debemos ser sustancialmente distintos de aquellos pueblos, en que la mujer es entregada como mercancía a los caprichos de un dueño, a quien sirve de utilidad o de entretenimiento, mas no de esposa. El cristiano debe penetrarse de lo que es una esposa conforme al cristianismo, y de que las hijas de la que fue Madre de Dios, deben valer algo más que los animales que se encierran en un redil para que vivan brutalmente.
En contestación me arremetió con distingos y subdistingos disparatados.
Conocí que era infructuosa toda discusión con un hombre a quien todos admiraban y aplaudían hasta por las cruces que se hacía al tiempo de bostezar, y me salí sin despedirme.
Me he detenido en pormenores para que conozcas entre qué hombres estamos y pienses en lo que mejor te convenga.
A las seis de la mañana Rosaura recibió una carta de Eduardo en que le daba las noticias del anterior, y continuaba diciendo:
Tú sabes bien que tu padre no puede obligarte a que te cases sin tu voluntad. Yo aguardaré los tres años que te faltan para ser libre, o pediremos las licencias en los términos que nos permite la ley.
No sé quién es el hombre que cuenta ya con tu mano, pero tengo la evidencia de que no te ama, pues ni siquiera te conoce; mientras que tu corazón y el mío han sido creados para amarse eternamente. Ahora resulta que un muro va a interponerse entre nosotros dos; pero ¿qué muro podría resistir al poder excelso del amor? Vence tú en lo que a ti sola corresponde: piensa que tu madre habría bendecido nuestra unión, y este pensamiento dará vigor a tus esfuerzos: piensa que con pocos días de una resolución enérgica y perseverante aseguras la libertad de tu vida entera.
Dime alguna palabra: haz algún signo que yo pueda comprender cuando necesites de mi auxilio. Yo estaré siempre en las inmediaciones de tu casa: día y noche me tendrás a tu disposición para luchar como atleta si te amenaza algún peligro. Según lo dispuesto por el cura nada te dirá tu padre hasta pasado mañana. Desde ese día estaré cerca de ti para atender a la menor indicación.
Siento que el alma me agranda y las fuerzas se duplican cuando pienso en nuestro amor. Bendeciría mi hora postrera, si consiguiese expirar sacrificándome por ti.
Tuyo para siempre. Eduardo.
Dos horas después, el ladrido de los perros anunció que don Pedro de Mendoza se acercaba a su alquería.
Rosaura corrió azorada a recostarse en su lecho.
Como la fisonomía de Don Pedro carecía de expresión, bastará para presentar su persona una rápida silueta. Era un campesino alto, enjuto, de nariz roma, barba gris que le bajaba hasta la mitad de la mejilla, ojos pardos de un mirar entre estúpido y severo, frente calva un poco estrecha hacia las sienes, color rojizo y labios amoratados. Entró en el patio de su casa cabalgando una mula negra; para apearse recogió la parte delantera de su poncho grana y la echó al hombro izquierdo. Se desmontó, ató el cabestro a un pilar, zafó de la quijada la tira de cordobán que sostenía su enorme sombrero amarillento: al quitarse las espuelas y las amarras, divisó en el patio las huellas de una bestia, las observó con prolijidad: cobró una expresión iracunda: entró estrepitosamente en la sala: llamó a su hija, y como esta no respondía, la buscó por todas partes hasta que fue a hallarla en su dormitorio.
—¿Con que estamos de lágrimas? —le dijo —, ¿por qué son esas lágrimas?… y sigue llorando y no responde!… ¿Quién ha venido a caballo esta mañana?
—Un muchacho.
—¡Linda respuesta! ¡Un muchacho! Cuando sueltas esas palabras, diciendo con miedo un muchacho, y te quedas allí llorando, es porque ha habido alguna picardía.
—Eso no, Señor —dijo Rosaura levantándose.
—Pues entonces ¿quién era el muchacho y a qué ha venido?
—Fue el paje de Eduardo Ramírez y vino a darme la noticia de que se trata de casarme el 6 del presente.
—¿Por eso estás llorando?
—Ya no lloro: perdone usted la niñada de haber creído por un rato que usted hubiera convenido en entregarme para siempre a un hombre que ni siquiera he conocido.
—Eres todavía muy muchacha y estás mal educada: debes saber que el señorío de esta jurisdicción es vizcaíno y asturiano puro, y desde el tiempo de nuestros antepasados ha sido costumbre tener las doncellas siempre en la recámara y arreglarse los matrimonios por las personas de consejo y de experiencia que son los padres de los contrayentes. Así me casé yo con tu madre, y en realidad de verdad, al no haber sido así, no me habría casado, porque tus abuelos (que Dios haya perdonado y tenga entre santos) cometieron el desbarro de que un maldito fraile (perdóneme su corona), que vino a esa tontera de escuelas normales, hiciera leer malos libros a la muchacha. Con ese veneno se volvió respondona, murmuradora de los predicadores, enemiga de que se quemaran ramos benditos para aplacar la ira de Dios, y amiga de libros, papeles y palabras ociosas; de modo que nadie quiso casarse con ella en la ciudad, y con justa razón, porque ella en vez de hilar y cocinar, que es lo que deben saber las mujeres, le gustaba preguntar en dónde estaba Bolívar, quiénes se iban al Congreso, qué decía la Gaceta, y guardaba como cosa de reliquia esos libros de Telémaco y no sé qué otros extravagantes que le había dejado ese fraile, que ni sé como se llamaba: unos le decían padre normal, otros padre masón y otros padre maestro. Pero volvamos al asunto, como nadie quiso casarse con la masoncita remilgada, me la endosaron a mi diciéndome que era una perla. Bastante me hizo rabiar con sus resabios; pero ya se murió y todo se lo he perdonado por amor de Dios. Con que ya ves que si a una normalista como a tu madre la casaron sin que me conociera, a una dócil y obedienta como tú se la ha de casar como a persona de valer. ¿Estamos en ello?… ¿No respondes?… Sabes que estoy atrasado en mis intereses, que necesito trabajar para ti misma y que no puedo estar toda la vida ocupado en cuidarte.
—Señor, en qué estorbo. ¿No podría ir a encerrarme en el monasterio de la ciudad?
—Ya yo lo había pensado: no me parecería mal que estuvieses entre las esposas de Jesucristo; allí está la vida más perfecta; ojalá tu madre hubiera tenido siempre en su mano las letanías y los misereres, en vez de esos libros que por misericordia de Dios han ido a poder del señor cura: entonces ella y yo habríamos sido menos desgraciados: pero volviendo al asunto, he pensado que tú no debes ir. Si entraras de seglar, las monjas no me dejarían sosiego, pidiéndome las expensas necesarias para tu subsistencia, y elegirían precisamente los días en que estuviese sin blanca, porque así son esas monjas. De seglar ni pensar. Para monja de velo negro, ni tengo los mil pesos de dote, porque tu madre en nada me ayudó al trabajo y después… pero pasando a otra cosa: no te darían los votos para monja de velo negro, porque esas monjas son muy melindrosas en asuntos de linaje, y aunque yo soy tan caballero como los padres de muchas de ellas, no dejan de hacerme algunos melindres, pues hubo mil de habladurías cuando me casé con tu madre; ¡cuánto mejor me hubiera estado casarme con una campesina y trabajadora como yo! Pero vamos al caso: de velo negro no se puede, y de velo blanco tampoco, pues no quiero que seas criada de nadie.
—Según acaba de decirme, a usted no le reconocen como a noble: en tal caso ¿no podría usted casarme como a plebeya, es decir, con alguna persona a quien mi voluntad se inclinara, siempre que esa persona fuese honrada, virtuosa, desinteresada y trabajadora? Yo creo que así sería feliz.
—Convenido, haz que tu voluntad se incline a Don Anselmo de Aguirre que va a ser tu marido con la bendición de Dios, del cura y mía, y hemos concluido este asunto que ya me va fastidiando, porque detesto bachillerías de mujeres, pues bastante tuve con las de tu madre.
—Mi voluntad no puede inclinarse a un desconocido… y usted padre mío no será capaz de…
—¿Capaz de qué? Habla pronto, porque ya me has cansado. ¿Capaz de qué?
—De sacrificarme inhumanamente, después de haberme atormentado todos los días con palabras ofensivas a la memoria de mi madre.
—¡Ingrata! ¿Te atreves hablar así a tu padre? Bien dice el refrán: criarás cuervos para que te saquen los ojos: este es el fruto de la cizaña que sembró tu madre en tu corazón, por esto la maldigo y deseo que ese demonio se esté revolcando en los infiernos. (Esta escena parecerá bárbara e inverosímil a los que no hubiesen experimentado de cerca a nuestro déspota de aldea).
—No maldiga a mi madre… ¡Madre mía! tu hija de bendice.
—A las perversas como tu madre se les envía maldiciones en vez de padrenuestros y avemarías, y a las inobedientes como tú se les ata de un poste y se las enseña a ser buenas hijas.
—¿Podré rogar de rodillas, padre mío?
—Así con humildad puedes hacerlo; pero es inútil porque yo necesito que te cases, he dado mi palabra y a ella no he de faltar aunque te mueras.
—Yo he dado también la mía desde mi niñez y moriré antes que faltar.
—¡Demonios! —gritó el viejo temblándole la voz— Y así me decías, ¡so víbora endemoniada! ¡Hija de tu madre! ¿Que querías ir a un monasterio?
—Creo que sólo Dios es infinitamente superior a la persona a quien he entregado toda mi alma: esta persona es Eduardo: sólo entre Dios y Eduardo me es lícito escoger esposo: todo otro partido lo rechaza mi corazón y preferiría la muerte y los tormentos…
—Prefieres la muerte y los tormentos, pues está bien: te juro por Dios Nuestro Señor y esta señal de la cruz que no volverás a repetir esa palabra.
Bien se comprenderá que era don Pedro uno de aquellos tipos que caracterizan a la vieja aristocracia de las aldeas, cuyos instintos tradicionalistas les hacían feroces para con sus inferiores, truhanescos con sus iguales y ridículamente humildes ante cualquier signo de superioridad.
Así como su obediencia era ciega e irreflexiva a la voz de los más grandes, así la imponía de su parte a los más pequeños. Obedecer al fuerte y despotizar al débil era su única regla de conducta y siempre la ejecutaba brutalmente. Cualquier respetuosa observación de parte de un inferior era vista como blasfemia y severamente castigada en los ratos de mal humor. La idea de justicia estaba borrada de todos los corazones y suplantada con unas pocas máximas creadas para sostener el prestigio de los curas. «Cuando Dios habla todo debe callar». «Los sacerdotes son una caña hueca por donde Dios trasmite sus preceptos a los hombres». «La voz del sacerdote es la voz de Dios», y otras por el mismo orden era la única moral que iba a regir en lo interior de las familias. Estos antecedentes unidos a la idea de que si Rosaura se casaba con quien no fuera un rústico, correría su padre el peligro de que se le pidiese cuenta de los bienes de su difunta esposa; al efecto físico de la beodez que produce un desesperante fastidio al disiparse y al carácter personal de ese ignorante, pueden explicar, sin que se atribuya a locura el modo como empezó a cumplir don Pedro el juramento que acaba de hacer por Dios Nuestro Señor y la señal de la cruz. Él vio que su hija sacaba de su mismo despecho la suprema resolución de sacrificarse, malició con un instinto menos fino que el del tigre, que una mujer resuelta es igual al más grande de los héroes en valor, fortaleza, improvisación de planes y presteza en realizarlos, y tomó una actitud injusta, cruel, estúpida; pero que resultó eficaz para el objeto que se propuso.
Agarró un bastón de chonta con casquillo de metal: salió jadeante y demudado dijo con voz de trueno a Rosaura:
—Vas a ver los estragos que causa tu inobediencia.
La joven presentó serenamente su cabeza para que su padre la matara a garrotazos. Él pasó frotándose con su hija, llegó al traspatio y le dio de palos a un indígena sirviente.
—¡Amo mío! ¡Perdón por Dios! Yo no he faltado en nada —dijo el indio.
—Sois una raza maldita y vais a ser exterminados —replicó el tirano, dirigiéndose enseguida con el palo levantado a descargarlo sobre la hija del indio que era una criatura de seis años.
Rosaura partió como una flecha y paró el golpe diciendo:
—Yo no quiero que haya mártires por causa mía. Seré yo la única mártir: mande usted y yo estoy pronta a obedecer.
—¿Te casarás?
—Me casaré.
—¿Con don Anselmo?
—Con don Anselmo.
—¿El día de los Santos Reyes?
—El día de los Santos Reyes.
—Pues la paz de Dios sea en esta casa. Rosaura partió con paso firme y frente elevada a su dormitorio: su padre le fue siguiendo y dijo él al entrar:
—Para que no tengas de qué quejarte de mí en ningún tiempo, te dejo la libertad de que elijas los padrinos.
—Gracias. Por Padrino elijo a mi padre, y sentiría en el alma que así no fuera; y en vez de la libertad de elegir madrina quisiera otro favor.
—Como no sea algún disparate.
—En caso de ser un disparate usted podrá negarme, pues no se reduce sino a que me permite escribir una carta…
—Si es a soltero, no…
—No se trataba sino de decir a una persona que, como hija obediente voy a dar gusto a mi padre casándome con don Anselmo.
—Eso sí. Ya sé a quién; pero yo leeré la carta y yo mismo la enviaré con persona de mi confianza.
—Y si tuviera usted a bien escribirla de su puño, yo la firmaría.
—¡Que me place! ¡Que me place! Voy a escribirla. ¿No es para don Eduardo?
—Sí, señor.
Don Pedro volvió a su sala diciendo para sí solo:
—¡Lo que vale la energía! Ya todo lo he conseguido en menos de dos horas: si me hubiera metido blando y generoso ¿qué habría sido de mí? La letra con sangre entra. Ahora no hay más que tener cuidado para que esa sabandija no me juegue alguna mala partida. Pero no, desengañándolo al abogadito ya no hay cuidado. Esta carta me salió como miel sobre buñuelos. Voy a ponérsela con desprecio, porque así se debe tratar a estos muchachos; pero no, lo político no quita lo valiente.
Algunos minutos después Rosaura fue llamada a firmar, y firmó sin saber lo que su padre había escrito. Al tiempo de cerrar, puso al respaldo furtivamente estas palabras: «Han ocurrido cosas que me han despechado y he resuelto dar una campanada. Te juro que no seré de don Anselmo, vete a la ciudad antes del 6».
Don Pedro que había salido por un minuto, volvió a entrar con el que había de conducir la carta, a tiempo que Rosaura iba a pegar la oblea.
—Alto ahí, señorita —dijo: enseguida empuñó la esquela, la sacó de la cubierta, la desdobló y sacudió receloso de que hubiere interpuesto otra hoja. Vio que estaba firmada, la cerró y la entregó al conductor.
Desde ese instante empezaron en casa de don Pedro los preparativos para el banquete y los festines nupciales.
Riofrío, M. (1994). La emancipada. Quito, Ecuador: El conejo.