Tema 4 : La escuela keynesiana
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El estado del bienestar en Europa
INTRODUCCIÓN
Pediré al lector que me permita comenzar este capítulo señalando que no existe nada parecido a un estado del bienestar europeo. Sin embargo, debe considerarse un concepto profundamente europeo en términos de origen, de carácter e incluso de identidad.
El estado del bienestar es europeo “en origen” porque su nacimiento, tal como se reconoce habitualmente, se produjo en Alemania a finales del siglo xix. En torno a 1850, la mayoría de los países capitalistas en vías de industrialización contaban ya con alguna versión de lo que más adelante serían las leyes de lucha contra la pobreza, y comenzaron a introducir medidas de protección en el ámbito laboral (Polanyi [1944], 1957). Asimismo, el Estado prusiano había comenzado a experimentar con el seguro social ya en la década de 1840 (en forma de fondos de salud; véase Hennock, 2007). Sin embargo, fue Bismarck, en la Alemania imperial, quien introdujo por primera vez a gran escala los seguros sociales obligatorios (Kuhnle y Sander, 2010), incluido un seguro de enfermedad en 1883, un régimen de accidentes industriales en 1884 y un seguro de vejez e invalidez en 1889. Posteriormente, otros países europeos siguieron su estela; algunos (como Austria) lo hicieron muy pronto, otros (los Países Bajos, por ejemplo) de forma comparativamente más tardía.
No existe un estado del bienestar europeo. Sin embargo, es europeo en origen, carácter e identidad
El estado del bienestar es europeo “en carácter”, puesto que la amplia variedad y la interconexión de las políticas sociales que lo integran reflejan la experiencia histórica de miseria social, turbulencias, protestas, conflictos políticos y guerras de Europa, por un lado, y de reconciliación, cooperación, estabilidad, orden, armonía y paz, por otro. El estado del bienestar llegó para ofrecer una respuesta única a la cuestión de cómo lograr y mantener un orden económico, social, político y cultural relativamente cohesionado.
Después de todo, los seguros sociales promovidos por Bismarck no se introdujeron simplemente para hacer frente a los riesgos que planteaba la sociedad industrial y mejorar las condiciones de vida de los trabajadores, sino principalmente para servir a los objetivos políticos de la creación del Estado y la nación, y el establecimiento del orden social. El lector debe recordar asimismo que la propia expresión “estado del bienestar” fue popularizada, si no inventada, por William Temple, arzobispo de York, quien la utilizó en 1941 para contraponer este estado ideal con el “estado de la guerra” nazi.
En términos “de identidad”, el estado del bienestar se ha consolidado como idea y paradigma compartido de los europeos, como logro político y social altamente valorado por la población europea y como institución con la que los ciudadanos vinculan su identidad (nacional). Puede que esto sea más cierto en los países escandinavos que en otras zonas, y desde luego es más válido para algunos modelos de estado del bienestar que para otros. No obstante, incluso en el Reino Unido, donde puede afirmarse que el arraigo público del estado del bienestar es mucho más débil que en Escandinavia, el Servicio Nacional de Salud (NHS, por sus siglas en inglés) está considerado uno de los mejores del mundo, y lo que es aún más importante, es una institución que hace que los ciudadanos se sientan orgullosos de ser británicos. Resulta revelador que el NHS supere en popularidad a las Fuerzas Armadas, la familia real y la BBC (Ipsos MORI, 2014; Quigley, 2014).
En el contexto general de la Unión Europea, el lema del “modelo social europeo” se utiliza en referencia a algo únicamente europeo, en la medida en que dicho modelo puede promover soluciones positivas a lo que en otros lugares (como, por ejemplo, en el modelo estadounidense, presuntamente menos social) se consideran transacciones inevitables entre el crecimiento económico, por una parte, y la justicia y la cohesión sociales, por otro. Debido a su eficacia, la Comisión Europea defiende el estado del bienestar que se ha desarrollado como un ejemplo que otros países (y la propia Unión) deben replicar. En palabras del expresidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso:
Sí, debemos reformar nuestras economías y modernizar nuestros sistemas de protección social. Pero un sistema de protección social eficaz que ayude a las personas que se encuentran en situación de necesidad no es un obstáculo para la prosperidad, sino un elemento indispensable para ella. De hecho, los países europeos que cuentan con los sistemas de protección social más eficaces y con los modelos de colaboración social más desarrollados son precisamente las economías más prósperas y competitivas del mundo (Barroso, 2012).
El estado del bienestar en Europa representa un logro fundamental. Sin él, prácticamente no sería posible imaginar unas economías florecientes, unas sociedades habitables y acogedoras y unos sistemas de gobierno eficientes.
Sin embargo, este modelo de estado se enfrenta actualmente a diversos retos de índole demográfica, económica, financiera y política. En este capítulo expondré brevemente, en primer lugar, tres visiones que a menudo emergen en los debates sobre el estado del bienestar y que pretenden cuestionar su propia razón de ser. Dichas visiones contienen importantes verdades, pero solamente contemplan una parte de la cuestión. A continuación explicaré su función y defenderé que esta consiste fundamentalmente en proporcionar protección frente a los riesgos sociales, y no tanto en redistribuir la renta. Seguidamente describiré las enormes diferencias que existen entre los diferentes estados del bienestar de Europa en cuanto a la protección que ofrecen a sus ciudadanos y a su forma de abordar la desigualdad de la renta. Estos sistemas no son estáticos. En las últimas dos décadas, aproximadamente, muchos de ellos han reorientado sus sistemas de protección social hacia la activación del mercado de trabajo y las inversiones sociales, con el fin de hacer frente a los retos que plantean el envejecimiento de la población y los nuevos riesgos sociales. Esta tendencia se ha observado a escala paneuropea y –desde un punto de vista económico y social– ha sido relativamente beneficiosa, pero la crisis financiera y la recesión económica posterior la han puesto en serio peligro. Los estados del bienestar se enfrentan hoy en día a una tarea formidable: volver a encontrar nuevas formas para continuar proporcionando protección social y, al mismo tiempo, fomentar el crecimiento económico sostenible (véase Begg et al., 2015).
TRES MEDIAS VERDADES SOBRE EL ESTADO DEL BIENESTAR
En los debates sobre el estado del bienestar surgen a menudo tres tipos de planteamientos. Una visión muy compartida sostiene que este sistema es una invención humana muy costosa e ineficiente, que apenas nos podemos permitir, que muy probablemente termine agotando nuestros recursos y que, en cualquier caso, resulta imposible de mantener a largo plazo. Según esta perspectiva, vivimos en peores condiciones debido al nivel prohibitivo de contribuciones e impuestos que exige este sistema. En otras palabras, aunque desde algún punto de vista social se pueda valorar positivamente el estado del bienestar, en términos globales supone esencialmente una importante carga económica. Además, resulta obvio que requiere un elevado volumen de recursos financieros para funcionar y que contiene desincentivos económicos intrínsecos. No obstante, esta es solo una de sus vertientes; la otra es que contribuye –en el lado de la demanda, a través del fomento del consumo– de forma muy destacada a la estabilidad macroeconómica y –en el lado de la oferta, por medio de inversiones en capital humano (educación y formación, por ejemplo) y servicios sociales– estimula el desarrollo económico. Estudios recientes ponen incluso de manifiesto que la generosidad del estado del bienestar no crea desincentivos para trabajar; por el contrario, incrementa el compromiso con el empleo (Van der Wel y Halvorsen, 2015).
El segundo planteamiento que se expresa reiteradamente es que el estado del bienestar está en crisis, o que es el causante de una crisis en la esfera económica o política. Resulta llamativo que este modelo de estado siempre se haya considerado o bien en crisis o bien el causante de una. Ya en 1975, la comisión trilateral (Crozier et al., 1975) publicó un informe sobre la crisis mundial de sobrecarga e ingobernabilidad de la democracia que presuntamente estaba causada, entre otras cosas, por las expectativas y demandas cada vez mayores de los ciudadanos en relación con el estado del bienestar. A continuación se argumentó que las crisis del petróleo de la década de 1970 habían conducido a una crisis fiscal y de legitimidad del estado del bienestar. Algunos analistas concluyeron que este había sido el culpable del colapso económico, puesto que sus políticas redistributivas habían erosionado la rentabilidad del capital y, por tanto, impedían la inversión. Otros hicieron hincapié en que el aumento del gasto derivado del estado del bienestar estaba expulsando la inversión privada. Recientemente, las predicciones de crisis y colapso provienen de análisis que acentúan sus efectos negativos: mayor interdependencia, internacionalización o globalización. Esta visión parte de la creencia de que es necesario desmantelar los sistemas sociales por razones asociadas a la competitividad internacional. Los gobiernos se ven inmersos en una “carrera hacia abajo”. Además, se argumenta que la mayor integración europea favorece el “turismo social” y el “dumping social”, fenómenos que están socavando los estados del bienestar nacionales, mientras las soluciones europeas tardan en aparecer. A pesar de todas estas historias alarmantes, no solo resulta patente que este sistema ha sobrevivido a varias crisis (Starke et al., 2013), sino que además continúa operativo; de hecho, ha sido capaz de desempeñar sus funciones de protección social sorprendentemente bien teniendo en cuenta los duros desafíos a los que se enfrentaba (véase Van Kersbergen y Vis, 2014, capítulos 5 y 10).
Hay quien considera el estado del bienestar una institución parecida a Robin Hood, que roba a los ricos para dárselo a los pobres
El último enfoque que se plantea es que el estado del bienestar es básicamente una institución, en cierto modo, parecida a Robin Hood, porque roba a los ricos para dárselo a los pobres. Como es natural, esta perspectiva genera sentimientos viscerales, puesto que hay quien adora a Robin Hood y su banda como héroes de los pobres, mientras que otras personas los ven como villanos que deberían ser detenidos y neutralizados. En cierto sentido, se invoca la metáfora de Robin Hood para sustentar las otras dos visiones del estado del bienestar: como piedra de molino alrededor del cuello de la economía, y un sistema en crisis que provoca crisis. Aunque resulta obvio que estas ideas reflejan solo una parte de la realidad, también es meramente lo que hacen; centrarse en una parte de la cuestión y, por tanto, mostrar una verdad sesgada.
ROBIN HOOD FRENTE A LA HUCHA
Entonces, ¿cuál es la verdad completa? ¿Qué “es” el estado del bienestar y cuál es su función? Permítanme que vuelva al tema de Robin Hood. ¿Es cierto que el estado del bienestar es básicamente una institución parecida a este héroe, porque roba a los ricos para dárselo a los pobres? En primer lugar, es preciso señalar que, si bien la redistribución de la renta es un aspecto de muchos de los programas de política social que conforman el estado del bienestar, en especial de los diseñados específicamente para luchar contra la pobreza, no es ese el motivo de su existencia. El estado del bienestar es un conjunto de políticas y derechos institucionalizados como derechos sociales que, a través de diversas vías, ofrecen protección a todas las personas que puedan encontrarse en una situación de dificultad económica y social. Por consiguiente, su principal misión es la puesta en común y redistribución de los riesgos sociales, en particular el riesgo de pérdida de ingresos, y no (necesariamente) la redistribución de la renta. La metáfora que mejor describe esta función esencial, que de manera tan creativa ha sugerido Barr (2001), es la de la hucha: un mecanismo que ayuda a los ciudadanos a protegerse frente a los riesgos sociales y les permite redistribuir los recursos a lo largo de su vida. Es importante tener en cuenta que los estados del bienestar presentan enormes diferencias en cuanto al grado de protección que ofrecen sus “huchas” a los ciudadanos frente a los riesgos sociales (mercado laboral, ciclo vital, etcétera), y el nivel de redistribución de la renta por parte de sus Robin Hoods.
El segundo aspecto que debe subrayarse es, por consiguiente, que no existe “el” estado del bienestar como tal. Los estados del bienestar difieren drásticamente en cuanto al volumen de presupuesto que asignan a la protección social y la redistribución, puesto que el gasto social neto (a precios de 2011, después de aplicar impuestos, exenciones fiscales y prestaciones sociales) oscila desde tan solo un 14,2% del producto interior bruto (PIB) en Estonia hasta un 31,3% del PIB en Francia (OCDE, 2013). Además, no solo se observan fuertes contrastes entre los estados del bienestar “en efectivo”, sino también “en especie”: desde un punto de vista cualitativo, existen diferencias notables en cuanto al modo en que organizan y financian sus sistemas de protección social, así como en el diseño y el destino de sus presupuestos sociales. Lo más importante es que estas diferencias tienen consecuencias cruciales para el funcionamiento del mercado de trabajo, la organización de la vida laboral y familiar de los ciudadanos y el nivel de protección social e igualdad de renta que impulsan las sociedades y del que disfruta la población.
En muchos estados del bienestar, Robin Hood desempeña un papel menos predominante que la hucha por una razón muy sencilla: simplemente, los sistemas no están diseñados para redistribuir la renta (aunque en cierta medida todos lo hagan). De hecho, en los estados del bienestar conservadores y meridionales (véase más adelante), la redistribución de la renta es un objetivo secundario y se produce como efecto colateral, si es que llega a introducirse en la política social. Robin Hood solo redistribuye grandes sumas de dinero en los sistemas socialdemócratas de corte universalista, pero no solo a los pobres: también, y esto es lo más llamativo, a la clase media. Los estados del bienestar ofrecen protección frente a los riesgos sociales (vejez, desempleo, discapacidad, etcétera) y permiten mantener los ingresos. En realidad, la mayor parte de la redistribución de la renta es horizontal, es decir, intrapersonal a lo largo de la vida y dentro de cada grupo de renta. La redistribución de ricos a pobres es mucho menor. Supuestamente, solo en los estados del bienestar liberales Robin Hood desempeña el papel de superhéroe de los pobres, porque en esos países muchas de las medidas sociales están dirigidas exclusivamente a ellos. Sin embargo, una investigación reciente (Levell et al., 2015) muestra que incluso en los liberales (como el Reino Unido) más de la mitad de la redistribución de la renta es de naturaleza intrapersonal y se produce a lo largo de la vida: las personas “meten dinero en la hucha” durante su vida laboral, para romperla cuando necesitan esos fondos en etapas posteriores.
DIFERENTES TIPOS DE ESTADOS DEL BIENESTAR EN EUROPA
El tipo y la calidad de los derechos sociales que garantizan el estado del bienestar entrañan una dimensión imprescindible para entender la medida en que las personas y las familias pueden llevar una vida digna en caso de enfermedad, desempleo o vejez, con independencia de su desempeño en el mercado de trabajo. ¿Cuál es el grado de rigidez de las normas establecidas para poder acceder a una prestación? ¿Durante cuánto tiempo debe una persona contribuir a un plan o régimen de protección social para tener derecho a recibir una transferencia o un servicio? ¿Depende la percepción de una prestación social de la renta anterior de la persona y de una verificación de sus recursos disponibles? La calidad de las prestaciones y servicios es elevada si resulta relativamente sencillo acceder a ellos, por ejemplo cuando se requiere un periodo de contribución breve y no se lleva a cabo una verificación de los recursos. De forma similar, un derecho social es de alta calidad cuando la tasa de sustitución de una prestación (definida como la parte del sueldo o salario que sustituye una prestación) es elevada y su duración prolongada.
La dimensión que debe analizarse por otro lado para evaluar la calidad de la protección social es la medida en que el estado del bienestar altera, reproduce o incluso refuerza la estratificación social y económica. Como expuso Esping-Andersen (1990, pág. 55) con un argumento ya célebre, los estados del bienestar “son instituciones clave en la estructuración de las clases y del orden social” y, dependiendo de su configuración institucional, tienen efectos muy diferentes en la estructura social. Los estados del bienestar “pueden tener el mismo tamaño o dimensión, pero ejercer efectos completamente diferentes en la estructura social” y adoptar distintas formas: “uno puede cultivar la jerarquía y la posición social, otro las dualidades y un tercero la universalidad. Cada uno de ellos producirá un tejido propio de solidaridad social” (pág. 58). Esping-Andersen distinguió tres tipos de estados del bienestar: el liberal, el socialdemócrata y el conservador.
Esping-Andersen distingue tres tipos de estados del bienestar: el liberal, el socialdemócrata y el conservador
El primero de ellos está orientado al mercado, y las medidas públicas dirigidas a proporcionar ayuda y lograr el mantenimiento de los ingresos están dirigidas principalmente a los pobres. En países como Australia, Estados Unidos o el Reino Unido (con la notable excepción de la atención sanitaria), la mayoría de las personas deben recurrir al mercado privado para obtener protección social. Este sistema se caracteriza por unas prestaciones bajas, de importe fijo, y financiadas mediante impuestos. El acceso a ellas es restrictivo, puesto que la concesión de las prestaciones está sujeta a una verificación de los recursos. Se fomenta la contratación de seguros sociales privados a través de exenciones y deducciones fiscales, lo que favorece a la clase media y a los ricos. En el estado del bienestar liberal, la prestación de servicios es reducida y las transferencias son de modestas a intermedias. Este sistema no contrarresta las desigualdades que genera el mercado privado, y las personas que pueden permitírselo cuentan con una protección adecuada. Otras, en cambio, dependen de ayudas sujetas a los recursos disponibles. Este modelo pronto se vio sometido a presiones políticas (ya en la era de Reagan o Thatcher) y la política de la austeridad se convirtió en la respuesta dominante a muchos de los desafíos a los que se enfrentaba el estado del bienestar en esos países.
El estado del bienestar socialdemócrata basa los derechos sociales en la ciudadanía o la residencia, por lo que en gran medida elimina las diferencias de condición. Este modelo, en la versión imperante en los países nórdicos, también se financia a través de impuestos. Sin embargo, el acceso a la protección social es mucho más abierto, y las prestaciones y servicios son más generosos, que en el sistema liberal. Este modelo presta asistencia social a toda la población, sin imponer requisitos de acceso estrictos. El papel del mercado en la provisión de prestaciones y servicios disminuye. Varios países nórdicos experimentaron crisis de resultados en la década de 1990, pero lograron recuperarse de ellas básicamente a través del mantenimiento de su senda de desarrollo, la maximización de la población activa, unos mercados de trabajo flexibles pero protegidos al mismo tiempo y unas importantes cotas de inversión social.
El modelo de estado del bienestar conservador o corporativista se caracteriza por programas de seguro social bismarckianos, que establecen diferenciaciones y segmentación en función de la condición social y ocupacional. Además, en países como Alemania y Austria los funcionarios públicos reciben un trato privilegiado por parte del seguro social, sobre todo en lo que respecta a las pensiones. En este modelo, los ciudadanos, sobre todo los varones, tienen derecho a acceder a una prestación o servicio en la medida en que hayan contribuido a un régimen o plan de protección social. El historial laboral es decisivo para la adquisición de derechos sociales; los trabajadores realizan aportaciones a fondos del seguro social y reciben prestaciones vinculadas a los ingresos que, además, dependen del periodo de contribución. Por lo general, las transferencias tienen un peso mayor, en detrimento de los servicios. Estos rasgos del sistema conservador implican que el actual sistema de estratificación y la desigualdad de la renta permanecen prácticamente inalterados; de hecho, tienden a aumentar en lugar de moderar las diferencias existentes en términos de posición social e ingresos. Las personas con empleo, sobre todo las que trabajan para el Estado, cuentan con un nivel de protección adecuado dentro del sistema, mientras que las que están más desvinculadas del mercado laboral quedan marginadas y su protección social depende de sus familiares. Este modelo estuvo sometido a presiones ya en las décadas de 1980 y 1990 debido a que muchas de sus cualidades (regímenes de salida temprana, pasividad de las prestaciones, dualidad en la protección, sesgo de género) impedían el aumento necesario de la participación en el mercado laboral, sobre todo de las mujeres.
Los modelos de estado del bienestar presentan diferencias sustanciales en cuanto al nivel de compromiso de gasto
Algunos expertos defienden la existencia de un cuarto modelo específicamente meridional o mediterráneo, cuyos máximos exponentes serían Italia, España, Portugal y Grecia. Este modelo presenta numerosos rasgos comunes con el conservador, aunque se caracteriza por unos regímenes de seguridad social mucho más fragmentados y particularistas y por un fuerte énfasis unilateral en las pensiones (aunque no tanto en España); un mercado laboral con importantes sesgos de género y con una estructura que diferencia claramente a las personas ocupadas de las paradas; un papel incluso más acusado de la familia (ampliada) en la combinación de protección social proporcionada por el Estado, el mercado y la familia; un sistema de asistencia social subdesarrollado; y el clientelismo en la asignación de prestaciones y puestos de trabajo en el sector público. Este modelo se vio sometido a presiones debido a las bajas tasas de participación en el mercado laboral (formal), las amplias brechas de protección social y la escasa capacidad del Estado (que se traducía en una capacidad de recaudación de impuestos inferior a la óptima). La mejor encarnación de todo ello sería Grecia (véase, por ejemplo, Petmesidou y Guillén, 2015).
En resumen, los modelos de estado del bienestar expuestos presentan diferencias sustanciales en cuanto al nivel de compromiso de gasto, pero lo más importante desde el punto de vista de los resultados sociales que obtienen (en términos de protección social y desigualdad, por ejemplo) son los fines sociales específicos a los que destinan dicho gasto, la forma en que se organizan, financian y gravan los programas y si estos están orientados a la concesión de transferencias o a la prestación de servicios.
LA GENEROSIDAD DE LOS ESTADOS DEL BIENESTAR
Una forma de sondear la calidad relativa del funcionamiento y el desempeño del estado del bienestar consiste en analizar la generosidad de este. La generosidad depende de las tasas de sustitución de las principales prestaciones sociales, su duración, los requisitos que deben cumplir los ciudadanos para poder acceder a ellas, el número de días de espera recogidos en la normativa y la cantidad de personas cubiertas por el plan o régimen de protección social. La generosidad mide el grado de institucionalización de las prestaciones y servicios sociales como derechos sociales que permiten a las personas “disponer de un medio de vida sin depender del mercado” (Esping-Andersen, 1990, pág. 22).
En el gráfico 1, los países están clasificados en orden descendente según su índice de generosidad en 1980. Cuanto mayor sea la puntuación obtenida en dicho índice, más generoso es un sistema. Como puede observarse, el estado del bienestar socialdemócrata sueco era el más generoso en 1980, y el estado liberal australiano se situaba en el extremo opuesto. Sin duda, también es fácil reconocer en el gráfico la clasificación de estados del bienestar propuesta por Esping-Andersen. En 1980, los estados del bienestar más generosos eran los países con sistemas de gobierno socialdemócratas (excepto Finlandia), seguidos de cerca por los países conservadores. La mayoría de los estados del bienestar liberales (Canadá, Nueva Zelanda, Estados Unidos y Australia) aparecen en el tramo inferior del gráfico 1. En 1980, el estado del bienestar italiano se parecía más al europeo liberal que al conservador, mientras que el del Reino Unido, un país liberal, presentaba mayores semejanzas con Austria y Alemania que con cualquiera de los liberales.
El gráfico 1 muestra también que, en lo que respecta a la generosidad, la distinción entre estos tres modelos de estado del bienestar se oscureció en cierta medida a partir de 2010. Los liberales siguen presentando rasgos bastante específicos, fundamentalmente un nivel de generosidad bastante modesto. Resulta interesante observar que el Reino Unido parece haberse convertido en un estado del bienestar mucho más liberal de lo que era en el pasado, puesto que cayó del noveno puesto en 1980 al duodécimo en 2010. Algunos estados socialdemócratas también se han vuelto bastante menos generosos. Suecia, el campeón de la generosidad en 1980, cayó cinco puestos y acabó en el sexto lugar de la clasificación en 2010, mientras que Dinamarca pasó del tercer lugar al octavo. Tres países de la Europa continental (Bélgica, los Países Bajos y Francia) superaron a los estados del bienestar socialdemócratas en términos de generosidad (excepto a Noruega) en 2010. Irlanda fue el que experimentó un cambio más notorio; en este país el índice de generosidad pasó de 25,8 a 35,3, situándose en quinto lugar y sobrepasando, por ejemplo, a Suecia y Dinamarca. A pesar de que la clasificación de los estados del bienestar y la composición de los modelos han variado, resulta evidente que siguen existiendo diferencias claras en cuanto a su calidad, medida a través del índice de generosidad.
Gráfico 1
EL ESTADO DEL BIENESTAR Y LA REDISTRIBUCIÓN DE LA RENTA
El índice de generosidad no aporta información precisa acerca de las características redistributivas de los diferentes estados del bienestar, aunque parece razonable suponer que los sistemas más generosos serán también los más igualitarios. Además, existe una fuerte correlación negativa entre el grado de generosidad y la desigualdad que generan (Jensen y Van Kersbergen, 2016). La OCDE (2014) ha publicado datos interesantes sobre la forma en que estos estados redistribuyen la renta y cuáles son los grupos que más se benefician de las prestaciones sociales en términos relativos. Se aprecia que los estados del bienestar presentan enormes diferencias en estos aspectos. Los del sur de Europa transfieren una proporción muy superior de prestaciones sociales al grupo con mayor renta que al grupo inferior. Portugal lidera este grupo de países de la Europa meridional en el que el grupo de renta más baja recibe claramente menos que el de la más alta: un 11% de las prestaciones monetarias están destinadas a las personas situadas en el 20% de las rentas más bajas, mientras que el 40% de dichas prestaciones se asignan al 20% de personas con rentas más elevadas. Portugal presenta asimismo uno de los mayores niveles de desigualdad.
Este fenómeno se explica por dos causas fundamentales. En primer lugar, en esos países la mayoría de las transferencias sencillamente no tienen por fin ayudar exclusivamente a los pobres, sino proteger a todos los estratos de la sociedad frente a los riesgos sociales. En segundo lugar, las prestaciones destinadas a las personas jubiladas, discapacitadas y desempleadas suelen depender del periodo de contribución y del nivel de ingresos, por lo que un porcentaje relativamente mayor termina en manos de personas acomodadas en lugar de llegar a los pobres. Así sucede especialmente en el caso de las pensiones, a las que los países del sur –y algunos de la Europa continental– conceden, por lo general, un peso muy importante: Italia, Grecia y Portugal, pero también Francia, gastan entre un 13% y un 16% de su PIB en pensiones, un porcentaje entre dos y tres veces superior al que destinan los estados del bienestar socialdemócratas, liberales y algunos de los conservadores (Suiza y los Países Bajos), que normalmente destinan entre un 3,6% y un 7,4% del PIB a este capítulo de gasto. Esto significa que, en los estados del bienestar que conceden mayor peso a las pensiones, la redistribución de la renta no tiene lugar de los ricos hacia los pobres, sino esencialmente de un periodo de la vida a otro. En otras palabras, las desigualdades generadas durante la vida laboral se reproducen directamente en la jubilación, en lugar de moderarse.
Este patrón redistributivo contrasta poderosamente con los estados del bienestar liberales y socialdemócratas, en los que el grupo de menor renta recibe en términos relativos una cantidad mayor que el grupo de ingresos superiores. Australia, por ejemplo, prioriza claramente a los pobres: más del 42% del volumen total de prestaciones está destinado al segmento inferior, y tan solo un 3,8% al superior. No obstante, dado que el nivel de desigualdad de Australia es parecido al de Portugal, también se descubre que no existe una relación unívoca entre la asignación de prestaciones públicas a diferentes grupos de ingresos y la desigualdad. El principal motivo es que el nivel de transferencias relativamente elevado que se destina al tramo inferior de renta puede ser consecuencia de dos factores: el alto nivel de gasto total, como sucede en los países nórdicos; o la selección a través de la verificación de los recursos, que significa que las prestaciones (por lo general mínimas) se ofrecen exclusivamente a quienes no disponen de otros recursos, como en el caso de los países anglosajones.
El efecto que ejerce el estado del bienestar sobre la desigualdad depende de la forma en que se financien las prestaciones y servicios sociales
Otro elemento que es preciso tener en cuenta es que buena parte del efecto que ejerce el estado del bienestar sobre la desigualdad depende de la forma en que se financien y asignen las prestaciones y servicios sociales. Los sistemas universalistas e integrales financiados a través de impuestos, que son característicos del modelo socialdemócrata, resultan mucho más redistributivos que los sistemas selectivos, incluso en ausencia de progresividad tributaria (véase Rothstein, 1998). En cierto modo, esto es contrario a la intuición, porque esos estados del bienestar son muy generosos con la clase media y no dan prioridad a los pobres. De hecho, los grupos de renta más alta se benefician de forma desproporcionada de los servicios sociales, especialmente la educación y la atención sanitaria. En consecuencia, cabría esperar que un sistema plenamente dependiente de los recursos, en el que una proporción mayor de las prestaciones está dirigida a los pobres, sea mucho más redistributivo. Sin embargo, los sistemas dependientes de los recursos tienden a ser poco generosos, mientras que los socialdemócratas universalistas distribuyen un volumen de fondos muy superior. Como resultado de ello, estos últimos son mucho más redistributivos que los sistemas más selectivos y dependientes de los recursos, un fenómeno que se ha denominado “la paradoja de la redistribución” (Korpi y Palme, 1998).
El efecto redistributivo del estado del bienestar se puede medir directamente por medio de la diferencia porcentual resultante, a través de transferencias e impuestos, entre la desigualdad de los ingresos procedentes del mercado y de las rentas y la desigualdad de la renta disponible. La redistribución de la renta es el resultado de destinar fondos públicos al pago de prestaciones monetarias, del peso que dé a los pobres el sistema impositivo y de prestaciones, y de la progresividad del sistema tributario. Adema et al. (2014) han demostrado que todos los estados del bienestar redistribuyen la renta y reducen la desigualdad, al menos en cierta medida, pero que los estados del bienestar de los diversos países generan efectos redistributivos muy diferentes: los liberales consiguen reducir la desigualdad entre un 20% y un 30%, mientras que este porcentaje aumenta hasta un 45% o un 47% en Irlanda, Eslovenia, Finlandia, Bélgica y Hungría. Es muy interesante observar que los países con menor desigualdad de renta (a saber, los estados del bienestar socialdemócratas de Suecia, Noruega, Finlandia y Dinamarca) no figuran entre los países con sistemas tributarios y de prestaciones más redistributivos. Esto refleja, en primer lugar, que esos países presentan una distribución relativamente igualitaria de los ingresos procedentes del trabajo y de las rentas. Además, la imagen está en cierta medida distorsionada, puesto que no se tiene en cuenta el impacto redistributivo de los amplios servicios sociales de los países nórdicos, financiados a través de impuestos (Adema et al., 2014, pág. 19).
ADAPTACIÓN DEL ESTADO DEL BIENESTAR E INVERSIÓN SOCIAL
Los estados del bienestar y su tipificación no son instituciones estáticas; por el contrario, se actualizan y adaptan sin cesar a los constantes cambios de las circunstancias sociales, económicas y políticas, incluidas situaciones como la crisis financiera y la crisis económica que sobrevino a continuación. Como se ha documentado con mayor detalle en otros lugares (Van Kersbergen y Hemerijck, 2012; véase, en especial, Hemerijck, 2013), todos los modelos de estado del bienestar han experimentado cambios significativos en las principales esferas pertinentes para las políticas sociales.
En el ámbito de la política macroeconómica, los países han seguido una tendencia convergente en torno a un marco normativo centrado en la estabilidad económica, la solidez de las monedas, una baja inflación, unos presupuestos saneados y la reducción de la deuda. La introducción de la Unión Económica y Monetaria convirtió la política monetaria en un parámetro fijo para la reforma de la política, así como en otros campos. La mayoría de los países respondieron también a la internacionalización con una contención de los salarios, respaldada generalmente por amplios pactos sociales entre empresarios, sindicatos y gobierno. En todos los países se ha reorientado la política del mercado laboral en favor de la activación y buscando maximizar la participación en el mercado laboral. Todos los estados del bienestar han introducido mayores incentivos para trabajar, aunque no todos han acompañado este avance con la inversión en capital humano.
Los estados del bienestar se actualizan y adaptan sin cesar a los constantes cambios, incluidas las crisis financiera y económica
Otra tendencia general que se ha observado es la desregulación del mercado laboral, que se ha traducido, en particular, en una menor protección de los puestos de trabajo. Con ello se pretende dotar de mayor flexibilidad a los mercados de trabajo y generar oportunidades para las personas que no participan en él. Existen, sin embargo, grandes diferencias entre países, puesto que solo algunos (como Dinamarca y los Países Bajos) han complementado la flexibilización de los mercados laborales con medidas encaminadas a ampliar la protección de los grupos vulnerables, creando sistemas que potencian lo que se ha denominado “flexiguridad”. Desde un punto de vista más general, la tendencia en el ámbito de la protección social ha sido favorecer la (re-)inserción en el mercado laboral, más que mantener los ingresos. La reducción de la protección por desempleo ha sido una de las consecuencias de esta apuesta por la flexibilidad en casi todos los países, si bien en otros se han introducido regímenes de ingresos mínimos (o mejorado los existentes).
En todas partes se han implementado reformas con el fin de garantizar la sostenibilidad de los sistemas de pensiones en condiciones de baja (o decreciente) fertilidad y aumento de la esperanza de vida, es decir, en escenarios de envejecimiento (sobre este tema, véase Comisión Europea, 2015). Las medidas adoptadas incluyen el aumento de la edad de jubilación, limitar el abandono prematuro del mercado de trabajo, la introducción de sistemas ocupacionales privados complementarios a los regímenes públicos y la redefinición de los vínculos actuariales entre contribuciones y prestaciones. Asimismo, muchos países han intensificado sus esfuerzos con el fin de ayudar a los ciudadanos a conciliar la vida familiar y laboral mediante, por ejemplo, la ampliación de los servicios de cuidado infantil y enseñanza preescolar, entre otros, así como los permisos parentales.
En Europa, las reformas normativas introducidas en los diferentes tipos de estados del bienestar se han inspirado con frecuencia en la idea de inversión social. La convicción de base es que las políticas sociales no deberían limitarse a compensar pasivamente los problemas de la sociedad, sino que deberían utilizarse de manera más proactiva para evitar la inactividad en el mercado de trabajo, adoptar una perspectiva de ciclo vital (aprendizaje a lo largo de toda la vida, por ejemplo) y promover el capital humano, estimulando de ese modo tanto la igualdad como el crecimiento económico. Fomentar a lo largo de la vida de las personas su capacidad para permanecer en el mercado laboral no solo proporciona un alto nivel de seguridad social, sino que además mejora notablemente la sostenibilidad financiera del estado del bienestar a largo plazo. En este sentido, el término “inversión” debe tomarse de forma bastante literal: una inversión en capital humano generará una rentabilidad muy importante en términos de ahorro económico (derivado de la reducción de las prestaciones pasivas) y del aumento de la recaudación por la vía de impuestos y contribuciones. Las inversiones destinadas a la infancia son particularmente prometedoras, puesto que ayudan a mitigar las desigualdades en términos de capacidad (cognitiva) y salud, y evitan la acumulación de factores de desventaja a lo largo de la vida que, de otro modo, impondrían mayores exigencias en términos de prestaciones pasivas (Kvist, 2015). En consecuencia, la estrategia de inversión social busca desarrollar políticas que “ayuden simultáneamente a ampliar la base imponible, aumentar la fertilidad, luchar contra la pobreza y la desigualdad o mejorar la sostenibilidad de determinados programas clave, como los sistemas de pensiones” (Morel et al., 2009, pág. 10). La Comisión Europea ha promovido la inversión social, incluso como marco fundamental para orientar la reforma de las políticas de los Estados miembros (Comisión Europea, 2013) y alcanzar los objetivos de crecimiento inteligente, sostenible e integrador recogidos en la Estrategia Europa 2020.
EL IMPACTO DE LA CRISIS Y LA RECESIÓN
Antes del estallido de la crisis financiera, la inversión social se estaba convirtiendo rápidamente en el pilar fundamental de un nuevo paradigma normativo en la mayoría de (si no en todos) los estados del bienestar, así como a nivel de la Unión Europea. Uno de los ingredientes de la estrategia de inversión social, a saber, las políticas de activación y empleo, se adoptó en todos los países y ha contribuido a aumentar la participación en el mercado laboral, en especial entre las mujeres y los hombres de mayor edad. Sin embargo, la recesión económica ha sometido al estado del bienestar a una presión considerablemente mayor, tanto multiplicando el número de personas que perciben prestaciones como reduciendo las contribuciones financieras disponibles para la política social. Esto ha llevado a casi todos los países a intensificar sus políticas de austeridad y a recortar derechos sociales para intentar recuperar el equilibrio presupuestario. A pesar de que en los discursos la apuesta por la inversión social parece seguir intacta, sobre todo a escala europea, también ha quedado claro que las políticas de inversión social son especialmente vulnerables a los recortes a corto plazo, precisamente porque las inversiones sociales solo generan rentabilidad a largo plazo y la contención de los costes es una necesidad inmediata.
Tomaré como ejemplo los estados del bienestar socialdemócratas, en los que la trayectoria de inversión social ha sido mucho más prolongada que en otros lugares y se ha convertido en un componente intrínseco al paradigma del estado del bienestar. Si se comparan, por ejemplo, los niveles de gasto público, se observa que los estados socialdemócratas destinan a programas clave de inversión social (educación, ayudas a las familias y políticas activas del mercado laboral) un 3-4% del PIB más que los conservadores, los liberales y los de la Europa meridional. Los efectos que se desprenden son evidentes en términos de utilización de los servicios públicos: los estados del bienestar socialdemócratas destacan por sus elevadas cifras de matriculación infantil en la enseñanza preescolar, y de matriculación de niños y adultos en el sistema educativo (escuelas, instituciones de formación, etcétera). La provisión pública de servicios educativos o de cuidado infantil, las iniciativas de conciliación de la vida familiar y laboral y las políticas activas de empleo no solo proporcionan a los ciudadanos las aptitudes necesarias para trabajar, sino también tiempo para participar en el mercado laboral y crear puestos de trabajo. Como resultado, las tasas más elevadas de participación en el mercado laboral masculina y femenina se registran en los estados del bienestar socialdemócratas. Por último, como es bien sabido, las tasas más bajas de pobreza y los menores niveles de desigualdad en términos de renta corresponden a países socialdemócratas.
La crisis ocasionó en todos los estados del bienestar un incremento del desempleo, una pérdida de credibilidad del sector bancario, una caída de las exportaciones y un aumento del déficit público
Sin embargo, las tendencias recientes indican un cambio de dirección incluso en el enfoque socialdemócrata con respecto a la inversión social; se puede observa un abandono del modelo universalista y de la inversión social integradora hacia una mayor selectividad de las políticas sociales como consecuencia de unos criterios más estrictos, una mayor definición de prioridades y un mayor grado de privatización. De forma similar, desde la óptica de los resultados, se observan señales de un incremento de la desigualdad y la pobreza debido a los recortes directos y al cambio de orientación de las políticas, que se traduce en la falta de adaptación de las políticas sociales a las nuevas necesidades (véase Van Kersbergen y Kraft, 2016). El punto fundamental en el que es preciso hacer hincapié en este sentido es que, si los estados del bienestar tienen cada vez más dificultades para mantener su apuesta por un modelo orientado a la inversión social, es muy probable que a otros tipos de estados del bienestar les resulte prácticamente imposible seguir comprometidos con la senda de la inversión social por la que empezaron a transitar antes del estallido de la crisis financiera.
Las turbulencias financieras de 2008 y la recesión posterior ocasionaron problemas similares en todos los estados del bienestar: incremento del desempleo, pérdida de credibilidad del sector bancario, caída de las exportaciones y aumento del déficit público. Por este motivo, los gobiernos de los diferentes países también respondieron inicialmente de manera similar a estos problemas. La respuesta inmediata consistió en respaldar masivamente al sector financiero y proteger la demanda a través del mantenimiento de las políticas sociales que venían aplicando y la introducción de medidas temporales para estimularla. Sin embargo, el rescate bancario, la recapitalización de las entidades de este sector y otras medidas dirigidas a salvarlo del desastre tuvieron un coste muy elevado. A ello se añadió un aumento del gasto social y un descenso de la recaudación de impuestos y contribuciones, lo que sometió a los presupuestos públicos a una presión financiera extrema.
Hay un hecho interesante: nadie culpó (al menos inicialmente) al estado del bienestar de la crisis financiera de 2008 ni de la Gran Recesión que la siguió por motivos obvios. De hecho, el estado del bienestar cosechó elogios por la forma en que amortiguó los efectos perjudiciales de la crisis, puesto que sus estabilizadores automáticos hicieron exactamente lo que debían hacer: normalizar automáticamente la demanda y proteger a los ciudadanos frente a la crisis. Pero entonces ocurrió lo que Mark Blyth (2013) ha calificado como “el mayor engaño de la historia moderna”: a pesar de que la crisis presupuestaria en la que se vieron inmersos los estados del bienestar europeos (salvo Grecia) fue una “consecuencia” de la crisis financiera, pasó progresivamente a considerarse su “causa”. Los Estados se hicieron cargo del inmenso volumen de deuda privada que los bancos habían generado y la socializaron como deuda pública. De ese modo, la crisis del sector bancario se convirtió en una crisis de deuda soberana, como si hubieran sido los estados del bienestar, y no los bancos, los causantes del problema. A continuación el problema se reformuló, argumentando la existencia de un volumen excesivo de gasto público (del estado del bienestar) y deuda pública que era preciso combatir mediante severas políticas de austeridad destinadas a solucionar la crisis financiera y estimular la economía.
La crisis del sector bancario se convirtió en crisis de deuda soberana, como si hubieran sido los estados del bienestar, y no los bancos, los causantes del problema
Como consecuencia de ello se ha extendido en todos los países la convicción política de que el alto coste de la respuesta inicial a la crisis y la recesión era insostenible a largo plazo, pues estaba provocando un drástico aumento del déficit financiado con déficit público. Esto condujo a un periodo de austeridad con vistas a recuperar el equilibrio presupuestario y contener la deuda pública. Los gobiernos se percataron de que el gasto financiado a través del déficit había alcanzado su límite (o, en algunos casos, los mercados financieros se lo recordaron). Por consiguiente, las políticas de reforma volvieron a girar cada vez más en torno a la cuestión de quién tiene que pagar qué, cuándo y cómo debe hacerlo. En otras palabras, el resultado de estas tensiones políticas determina quién tendrá que asumir la pesada carga de la recuperación económica y financiera. En casi todos los países, la decisión política crucial parece estar basada en la convicción de que la única vía posible a la recuperación consiste en volver rápidamente al equilibrio presupuestario, y que la única manera de lograr ese objetivo es a través de recortes drásticos. Los gobiernos ya han aprobado importantes recortes del gasto público que se suman a unas contundentes reformas particularmente dañinas para las políticas de inversión social y que inducen nuevos conflictos distributivos, aunque en unos países más que en otros.
CONCLUSIÓN
Destacaré dos cuestiones a modo de conclusión. Por un lado, el estado del bienestar no ha sido objeto de ningún ataque significativo en el periodo inmediatamente posterior a la crisis financiera. Por otro, se han aplicado recortes del gasto cada vez más drásticos que parecen socavar la senda de inversión social en la que estos estados habían decidido adentrarse. Durante los últimos veinte años, aproximadamente, los estados del bienestar se han adaptado continuamente a las nuevas demandas económicas y sociales, y los gobiernos han llevado a cabo (aunque con variaciones considerables) políticas sociales innovadoras y aparentemente adecuadas, como la de inversión social. Sin embargo, cuando la tensión aumenta, especialmente como consecuencia de los elevados déficits presupuestarios y de las fuertes presiones de los mercados financieros, no está claro que sea posible proteger los programas sociales fundamentales a través de reformas, ya que estos pueden convertirse en víctimas de las batallas distributivas pendientes o de nuevos cambios de orientación de las políticas.
Los estados del bienestar han mostrado una flexibilidad notoria y una elevada capacidad de ajuste a los constantes cambios del entorno. Sus principales acuerdos sociales siguen gozando de gran popularidad, por lo que cualquier intento de cambio radical sigue enfrentándose a una fuerte resistencia de la población. No obstante, los graves problemas presupuestarios, las respuestas impredecibles pero amenazantes de los mercados financieros y las consecuencias de la crisis financiera en la economía real no solo urgen a adoptar nuevas reformas, sino que posiblemente estén socavando la capacidad política para aplicar dichas reformas, que son necesarias para garantizar la continuidad de la protección frente a los riesgos sociales que hasta el momento venía ofreciendo el estado del bienestar a los ciudadanos.
Kersbergen, K. (14 de enero del 2016). El estado del bienestar en Europa. OpenMind. Recuperado de https://www.bbvaopenmind.com/articulos/el-estado-del-bienestar-en-europa/