Unidad 2 – TIC

por | noviembre 8, 2018

Tema 2:Los escritores del modernismo ecuatoriano

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Gonzalo Zaldumbide

Ni siquiera lo conocí. Pero leerlo es oírlo, y en su voz, persuasiva, penetrante, un son de confidencia nos retiene, más atentos al don de un alma que a la música de las estrofas. Mientras su canto aéreo tiembla en el silencio, el peso verdadero de sus palabras desciende en nosotros como en secreto, a los recónditos pozos del alma, donde se ocultan las últimas lágrimas, esas que nunca brotan ojos afuera y que ninguna felicidad agotaría jamás. Su precoz sentido de la vida, su triste presciencia del amor, de que su poesía está embebida toda, tal dejo tienen de esa amargura anterior y superior a todas nuestras vicisitudes, que alguna gota caída como al azar en un verso basta para dejarnos impregnados de pensativa melancolía. ¿Es otro el toque infalible de la poesía?

Nunca lo vi. Pero de entre los poetas de mi tierra, que por entonces alzaban el orgullo de sus veinte años —412→ como un racimo de embriagueces a ellos solos reservadas, sólo en él se reconocía el signo del predestinado. Marcado estaba para un sino de gloria y duelo.

«Tels les Saturniens doivent souffrir et tels mourir…» como en el poema verleniano.

¡La muerte! Ya la veréis cómo pasa y repasa, cómo revuela leda y se posa, familiar y meditabunda, en esos sus poemas fúnebres que parecen estremecerse al soplo del misterio con un murmullo de frondas nocturnas. Ya la oiréis como canta y llora, en ciertos versos tan cargados de desesperanza agorera, que se doblegan como negras ramas agobiadas de frutos letales. ¡La muerte! Fue su única novia en el alma. De su boca cinérea, el poeta niño esperaba el inasible beso con un cansancio de siglos. Ella le tentaba y se le esquivaba, con doble y alterna promesa. Hasta que él -¡a los veinte y un años!- «adelantose a la cita». Con su propia mano se cortó la vida como una vid ya marchita, y la ofrendó a un triste amor, o quién sabe a qué poder oscuro de la tierra o del ideal.

Otro poeta, compatriota suyo, su hermano en angustia y en sueños, que le precedió, lo llamaba sin duda de los adentros como un guía dedálico. El ejemplo de Arturito Borja, que una clara mañana, allá en Quito, también se segó a sí mismo en la flor de su lozanía, ejerció indiscutiblemente un atractivo nefasto en su generación y la subsiguiente.- ¿Suicidios estéticos? ¿Tormentos imaginarios y actitudes literarias? ¿Rebeldías cobardes? ¿O acaso buceos desesperados en lo insondable? La rondea obsesora, apelante, de sombras fraternales: Acuña, José Asunción Silva, Dolores Veintemilla de Galindo, Teresa de la Cruz, otros tantos poetas menores en genio pero no en dolor, que enlazan la leyenda o la biografía, ¿no van ya formando so terra una cadena magnética?

De entre sus inmediatos predecesores o compañeros, los que no sucumbieron al íncubo del suicidio, pedían más débiles o más consecuentes consigo mismo —413→ pedían a drogas nepénticas un ilusorio talento o una engañosa voluptuosidad: pronto murieron en vida para el espíritu o para el arte. De unos y otros, difícil juzgar a qué fatídica fuerza obedecían, muchachos urgidos por las turbiedades mal decantadas de su primavera impetuosa. Su época queda signada por más de tres cruces malditas. Para excusarla, necesario sería reconstruir el ambiente de aquellos años. No cabe en espacio tan reducido diseñar el paisaje espiritual de esa desolación. Tócame apenas recordar, muy a la ligera, una impresión personal, de testigo fraterno, aunque ya no cómplice.

Entre 1910 y 1915, iban en la triste Quito, por esas calles que «se recuestan» y «se resbalan», seis o siete poetas mozos, contrastando el énfasis de sus melenas con la suma corrección del traje, y llevando, para mayor elegancia una alma atormentada y falsa. ¿Falsa? Quizás no. Falseada tal vez por exceso de muy reciente literatura, si bien ya tan connatural, que les daba a sí mismos, y aún a los demás, la ilusión de una suficiente sinceridad. Agitábalos líricamente un caos de aspiraciones estético-voluptuosas. Mas un solo anhelo brotaba en ellos como de fuente inexhausta: ¡salir del cerco de montañas, salir de ese rincón del mundo al mundo del arte, de la pasión, y la aventura literarias! Recitaban por todas partes como una Antífona un nostálgico soneto del poeta más puro y mejor de entre ellos, del doliente, fino y tan querido Ernesto Noboa Caamaño, el soneto de la partida sin rumbo cierto, del desorbitado afán. La literatura más exclusiva, la modernísima poesía, la sombría magia de la morfina, eran para ellos modo de expatriarse, de perder contacto con los demás y con la realidad, de segregarse del medio tenido por irremisiblemente inferior y bárbaro, y de barbarie sin prestigio alguno, pues la ya inventariada, o inventada por literaturas civilizadas, érales más de su agrado que las obras maestras de la cultura clásica, por lo demás ignoradas o preteridas con juvenil desenfado.

—414→
A la verdad, en todas las ciudades de Hispanoamérica, la misma fiebre de novedad encendía las mismas nostalgias. Pero entre los cerros huraños era más álgida. Reconocí en ella mi ansiedad antigua, si bien ya me sentía inmune: ya había cerrado mi ciclo volviendo a la ineludible ley de los orígenes por la aceptación de los límites y el retorno consciente a lo primigenio, según la terapéutica de Barrés. Demasiado sabía yo, sin embargo, o más bien por lo mismo, que la fiebre aquella no se cura sino cediendo a todas sus tentaciones y llegando por saturación al desengaño fatal. No la contrariaba, pues, en mis amigos más jóvenes: antes bien dábales pábulo, suministrándoles lecturas y siguiéndoles conversaciones que cebaban su ardiente mal. Interrogábanme, agrandándolo todo con fascinada curiosidad, sobre «la cara Lutecia» de Rubén… Sabían que más de una noche había yo seguido, bulevar arriba, aunque sin formar parte de la cohorte, como simple espectador desconocido pero apasionado, a Moceas, cuando regresaba, a pie del Café Vachette a Montrouge, escoltado por vocinglera pléyade de poetas, postrer estela del bajel fantasma del Simbolismo.

Así vivían como suspensos de los espejismos de allende montes y mares. Turbados por tan íntimos sortilegios, ¿cómo podrían mantenerse, sino inconformes, no ya tan sólo dentro del estrecho marco natal, pero ni siquiera en comunión resignada con la simple condición humana de su destino?

Al volver de Europa -(es de Europa de donde se suele descubrir a América, y no sólo América: se descubre también el terruño)- volvía yo como enamorado de la ternura del nativo valle. Y traía un fervor de neófito por «lo nuestro». Era una especie de remordimiento y como un deseo de reparación, forma efusiva del amor tardío. Hubiera, pues, querido hallar, en esos hermanos menores del llano y de la montaña, vueltos a ver con ojos más candorosos, aunque más expertos que los duros ojos antiguos, igual apego a lo propio, igual asombro ante lo cotidiano, y la convicción —415→ de que, para renuevo de la sensibilidad literaria y remozamiento de toda actividad espiritual, lo único era buscar la expresión artística de tanta hermosura rústica aún no revelada y que guardaba sólo su toque para ennoblecerse e instaurar una tradición genuina. Pero todos ellos se negaron a la conversión saludable. Preferían seguir enfermos de exquisitos males. Y no hicieron de mi regreso sino amistoso motivo de compadecerme por haber vuelto a caer en el hondón de tedio en que ellos se consumían de ansias inútiles. Vano el pensar calmarlos o disuadirlos. Lo que querían era libertarse, fugar, ser otros. Y pensé: si se les acusa de falsedad al preferir marquesas y trianones que no conocen, más falsos fueran al cantar geórgicas que desdeñan. Se ve ahí el escollo del americanismo, a menudo más insincero que el arte de importación, importado como todo lo que constituye nuestro aprendizaje de civilizados. Lo más deseable era, pues, a mi ver, que se preservasen como pudiesen de los modelos inasimilables, de los remedos grotescos y del mal gusto. Luego volverían, de suyo, ellos mismos a los poetas de la generación surgente, a la medida adecuada, a su verdad.

Y he ahí, en efecto, que de repente, con innata y como instintiva pureza clásica, un poeta, y muy moderno de noción, de acento y de sentimiento, depura, resume el esfuerzo de sus precursores y compañeros, da el diapasón esperado.

Cual si presintiese que sus ricas mieles no podrían cuajar lentamente al breve sol de sus días, asomó Medardo Ángel Silva trayendo, como bienhadada compensación, un tempranísimo temple de madurez y de plenitud. Juntaba en haz armonioso y sobrio la inquietud de los más aguzados anhelos de Arturo Borja -(que quizá sí se mató por salvar su ideal y su orgullo, adolorido por la convicción de ser inferior a su empeño)- al gusto pávido y sugerente del nictálope Humberto Fierro (¿por qué habrá callado?), la de veras desgarrada sinceridad de Noboa a los arranques —416→ de mística mansedumbre de su amigo Egas. Todas las búsquedas de imágenes y ritmos de su grupo y de los anteriores, lógralas él de pronto; y llévale a todo su vena, honda y fácil, pródiga y certera.

Una semejanza, empero, domina todas sus afinidades. Su alma, su íntimo ritmo, su don supremo, son de la estirpe del mejor Darío, del Darío otoñal, y no ya el del otoño decorativo de su Versalles doliente, sino el de la vendimia de su corazón, el de los «negros racimos» que estruja una epicúrea melancolía en el lagar de las postrimerías.

Versos, estrofas, poemas hay de Medardo Ángel Silva que bien pudieran pasar por inéditos de Darío. Y no lo digo para insinuar que haya allí indicio de mimesis ni que se trate de imitación inconsciente, sino para ensalzar una resonancia que denota la pureza del cristal herido. Dos voces de timbre acorde han modulado quejas parecidas ante la misma visión del mundo, visión creada por el uno, reflejada por el otro, es cierto, pero que gracias a la diafanidad del reflejo pueden confundirse, como el cielo invertido del lago continúa el del horizonte. Cuando en Silva repercute un eco del Darío de su devoción, un acento entrañable delata cómo ha hecho suya la emoción primera; se ve al poeta sincero, filialmente sumiso al dictado del Padre y Maestro. Sin Darío, problemática habría sido la aparición del tropical silvano. Pero cabe decir que, a su edad, pocos poemas nos dio Darío que parecieran tan definitivos como éstos en que su epígono ha hecho reverdecer sus opimos pámpanos.

De no existir Darío, en Moréas habría hallado Silva su piedra filosofal. La rotundidad henchida de pensamiento airoso y melancólico, la acompasada gravedad del ritmo, la austera y dulce sobriedad de las Stances, hallan parangón en las estancias del discípulo meditativo. Son sus mejores poemas, éstos cuyas dos estrofas van paralelas hacia lo infinito. En la monótona simetría de los cuartetos gemelos como el amor —417→ y la muerte, que evocan el dilema inflexible y universal del destino, encerraba con holgada parsimonia un aliento largo, y en el previsto balanceo del sentimiento poético hallamos como la sístole y diástole que hinchan y desahogan una emoción perdurable.

No llegó a publicar sino un solo libro: El árbol del Bien y del Mal. Parvo librito en el que hay de todo. Editado allá en Guayaquil, circuló poco en América, más suscitando por dondequiera ese rumor de asombro, que se levanta al paso de un poeta, aún en la muchedumbre: ya un enjambre de estrofas suyas vuela en el bordoneo de las guitarras. Porque hay de todo en su libro, pero hay sobre todo un alma.

Diolo a luz poco antes de cortar como un nudo aciago el hilo de su vida. Me acuerdo que leía yo aquí en París, sin que ninguna telepatía me lo advirtiese, el ejemplar que me había mandado con una carta serena: leíalo acaso el día en que sus amigos regresaban solos del cementerio. Sin presentir el lejano drama, el lápiz sensible y pronto a la emoción de la primera lectura, iba señalando como las más bellas, porque quizás las más hondas, las estrofas que la obsesión de la muerte cubre como un dombo oscuro, como un cielo grávido. Atento al don literario y a la promesa de porvenir que encerraban esos poemas, sólo quería ver en su desencanto, en la fatiga precoz de su tedio noble, antes que el halo infausto de un hado próximo, una escogida actitud de efebo que me recordaba, no sé por qué, aquel Genio Fúnebre de la Grecia antigua descrito por Saint Victor: «C’est un bel adolescent qui s’appuie à un arbre ou à une colonne, les mains croisées sur sa tête: son pied foule mollement une torche éteinte». Pero la sombra que pasa en susurrantes vuelos, insistía como una oscura amonestación. Surgían sus anhelos de paz letea, burbujas del ignoto fondo fatídico, como presagiosos estremecimientos, hasta la sobrehaz del alma, en un calofrío como el que eriza la piel al llanto de los violines.

—418→
A poco supimos el desenlace. El ánimo penseroso ante la muerte enigmática, siente agrandarse, desmesurarse ultratumba, la voz del persistanatos en que no creímos. Tal evidencia superflua pero irrevocable, aumentó nuestro pesar de no haberle tributado a tiempo nuestra admiración augural e inquieta. El elogio póstumo se cubre el rostro como una plañidera inútil.

¿Por qué, si llevaba en el alma la música planetaria de los poetas; no hizo de ella su íntimo universo, su razón de ser; aislándose en la invulnerable soledad del hombre que piensa y crea? Su canto hubiérale redimido, canto libertado y libertador, como un laude dannunziano. Su juventud lo ofuscó. Lo mató su juventud. La juventud nunca pudo serle la edad dichosa. Y salvo en quienes no es otra cosa que jocunda plétora; animal, retozos de bestezuela por el campo en flor, la juventud no es la verdad sino esta espera inapaciguable de no se sabe qué dicha, que sólo sirve a desalojarnos de lo poseído, en pos de otra y otra cosa; es sólo ansiedad, urgencia, orgullo insatisfecho, y ávido. Mientras ardiendo y piafando se quema en vano, todo le es acicate y por lo mismo herida, y de deseo en deseo, va su jadear sin reposo, tras el espejismo de la mujer que sonríe sin comprender, tras el propio yo que nos ilude como un extraño.

Cuentan que un día fue a un baile llevando un Kempis en el bolsillo y que mientras las parejas revoloteaban, él se puso a leer en una ventana los consejos del deshacimiento de lo terreno. Sin hacer hincapié en la pose de poner así de manifiesto el contraste que tantos llevamos, tácito y punzante como un cilicio bajo nuestro frac de mundanos, vemos en su gusto acerbo por las cenizas de la imitación el principio de lo que acaso pudo salvarlo. Comprendía posible la dicha en la melancolía y vencida ya del desprendimiento, acompañada en sordina por el sabio rumiar del cansancio. Música de recuerdos y filosofía la suya; no algarabía madrugadora de ilusiones que han de callar a la hora de la verdad meridiana.

—419→

Que ya no tienta al alma mía
dulce mirar o labio pulcro:
yo pienso en el tercero día
de permanencia en el sepulcro.

Mas no quiso sin duda envejecer prematuramente, cubriendo de ceniza y velos su alarde iluso. Azarosa, triste lejanía le pareció la de serenarse en el renunciamiento. No halló a su mal de juventud otro remedio que ese, alucinante y negro. Mezcló el tósigo de los libros al de la vida, y acalló un corazón melodioso, porque sólo se complacía en la belleza de los naufragios.

—[420]→ —421→

ArribaAbajoLa fuente triste

– I –

Al par te implora y te mima
en mi canto, mi tristeza:
te solloza cada rima
y cada estrofa te besa.

– II –

Dices que no tienen motivo mis penas, 5
pues las lloro mías cuando son ajenas…
¡Ay! ese es mi encanto:
llorar por aquellos que no vierten llanto.

– III –

Como Dios me ha dado don de melodía
en música pongo mi melancolía: 10
—422→
que el llanto mejor
es ese que rueda con dulce rumor.

– IV –

Cuando mi tributo reclames ¡oh, Muerte!
dulce reina mía, ¿qué podré ofrecerte?…

¿Te daré mis alas?… ¡Ay!, pero mis alas 15
mancharon de cieno las pasiones malas.

¿Te daré mi llanto?… Mi llanto, bien sé,
como lo prodigo, que ni eso tendré.
Mas, como algo puedes, te dará mi amor
lo único que tengo propio: mi dolor. 20

– V –

Ya me ofrezcan rosas o me den espinas
yo bendigo siempre tus manos divinas:
Corazón del que ama es como la rosa:
perfuma la mano de quien la destroza.

– VI –

Hora en que te conocí, 25
hora de Anunciación,
hora azul en que cantaba
la alondra de la Ilusión;

hora de armiño y de seda
sobre la que Dios bordó 30
tu monograma y el mío
en el telar del Amor.

– VII –

El mundo jugó en mis sueños,
la Mujer con mi corazón
—423→
y la llama de mi fe, pura, 35
sopló Satán y la apagó.

Y, pues, Mundo, Demonio y Carne
en mi alma vertieron su hiel,
cuando venga por mí la Muerte
poca cosa tendrá que hacer. 40

– VIII –

En vano es que tu clara risa de oro
me intente consolar… y, aunque lo pueda,
hoy mi tristeza es mi único tesoro
y, si tú me la quitas, ¿qué me queda?…

– IX –

No despiertes sorprendida 45
de que amanezca a tal hora;
se ha adelantado la Aurora
para mirarte dormida.

– X –

Fuera el mayor embeleso
de mi réproba alma loca 50
ir al Edén de tu boca
por el camino del beso.

– XI –

Tan levemente resbalas
sobre la asiática alfombra
—424→
que mi ternura se asombra 55
de no mirarte las alas.

– XII –

Por tu desdén se convierte
toda caricia en herida
y tu mirada es la vida…
pero a mí me da la Muerte. 60

– XIII –

La enfermedad que yo tengo
mi corazón sólo sabe;
como él nunca la dirá,
nunca ha de saberla nadie.

La sabe el claro de luna 65
y el parque gris: ¡preguntadles!…
La sabe el viento que pulsa
las liras crepusculares…

Mis versos la están diciendo
y no la comprende nadie… 70
la enfermedad que yo tengo
en silencio ha de matarme.

– XIV –

Mi corazón goza en tus
pupilas de noche inerte
la dulzura de la muerte 75
en un abismo de luz.

—425→

ArribaAbajoLamentación del melancólico

No alegra la sabiduría,
porque la pena es conocer
y causa la melancolía
nuestra sola razón de ser.

El prurito de analizar 5
nos ha perdido,
y el huracán del anhelar
lanzó nuestra nave en el Mar
desconocido…

¡En la actitud del que ya nada espera 10
nos embriagamos de teorías vagas,
soñando hacer brotar la Primavera
de la infección de nuestras propias llagas!…
—426→

¡Señor, contra tu Ley pecado habemos
y, en vez del alma dulce que nos diste, 15
en el día final te ofreceremos
un corazón leproso, viejo y triste!…

Dulce Jesús, comprendo: toda sabiduría
que de ti nos aleja causa nuestra amargura,
y nuestras alas débiles sobre la tierra oscura, 20
se agitan vanamente hacia el eterno día.

¡Nuestra mentira, nuestra verdad: cuánta ironía,
ante el amor que pasa y el dolor que perdura,
hasta venir la Reina cuya región sombría
empieza donde acaba todo lo que no dura!… 25

Yo también como tú, por piedades divinas,
tengo mi cruz y tengo mi corona de espinas,
una sed infinita que mitigar no puedo.

Y como tú, sollozo, Jesús crucificado:
Padre mío: ¿por qué me habéis abandonado? 30
Sufro tanto…, estoy solo, Señor…, y tengo miedo.

—427→

ArribaAbajoAniversario

¡Hoy cumpliré veinte años; amargura sin nombre
de dejar de ser niño y empezar a ser hombre
de razonar con Lógica y proceder según
los Sanchos profesores de Sentido Común!

¡Me son duros mis años -y apenas si son veinte-; 5
ahora se envejece tan prematuramente,
se vive tan deprisa, pronto se va tan lejos,
que repentinamente nos encontramos viejos,
en frente de las sombras, de espaldas a la Aurora,
¡y solos con la esfinge siempre interrogadora! 10

¡Oh, madrugadas rosas, olientes a campiña
y a flor virgen! -entonces estaba el alma niña-,
y el canto de la boca fluía de repente
y el reír sin motivo era cosa corriente.
—428→

Iba a la escuela por el más largo camino 15
tras dejar, soñoliento, la sábana de lino,
y la cama bien tibia, cuyo recuerdo halaga
sólo el pensarlo ahora; aquel San Luis Gonzaga
de pupilas azules y riza cabellera
que velaba los sueños desde la cabecera. 20

Aunque yendo despacio, al fin la callejuela
acaba, y estábamos al frente de la escuela
con el «Mantilla»35 bien oculto bajo el brazo;
y haciendo, en el umbral, mucho más lento el paso.
Y entonces era el ver la calle más bonita, 25
más de oro el sol y más fresca la mañanita.

Y después, en el aula, con qué mirada inquieta
se observaban las huellas rojas de la palmeta
sonriendo, no sin cierto medroso escalofrío,
de la calva del dómine y su seño sombrío… 30

Pero, ¿quién atendía a las explicaciones?…
¡Hay tanto que observar en los negros rincones!
y, además, es mejor contemplar los gorriones
en los hilos; seguir el áureo derrotero
de un rayito de sol o el girar bullanguero 35
de un insecto vestido de seda rubia o una
mosca de vellos de oro y alas color de luna.

¡El sol es el amigo más bueno de la Infancia!
¡Nos miente tantas cosas bellas a la distancia!
¡Tiene un brillar tan lindo de onza nueva! ¡Reparte 40
tan bien su oro que nadie se queda sin su parte!

Y por él no atendíamos a las explicaciones;
ese brujo Aladino evocaba visiones
de las Mil y Una Noches de las Mil Maravillas,
y beodas de sueños, nuestras almas sencillas, 45
sin pensar, extendían las manos suplicantes
como quien busca a tientas puñados de brillantes.
—429→

¡Oh, los líricos tiempos de la gorra y la blusa
y de la cabellera rebelde que rehúsa
la armonía de los peinados maternales, 50
cuando íbamos vestidos de ropa nueva a misa
dominical, y pese a los serios rituales,
al ver al monaguillo soltábamos la risa!
¡Oh, los juegos con novias de traje a las rodillas,
los besos inocentes que se dan a hurtadillas 55
a la bebé amorosa de diez o doce años,
y los sedeños roces de sus rizos castaños
y las rimas primeras y las cartas primeras
que motivan insomnios y producen ojeras!…

¡Adolescencia mía: te llevas tantas cosas 60
que dudo si ha de darme la juventud más rosas
y siento como nunca la tristeza sin nombre
de dejar de ser niño y empezar a ser hombre!…

¡Hoy no es la adolecente mirada y risa franca
sino el cansado gesto de precoz amargura 65
y está el alma que fuera una paloma blanca
¡triste de tantos sueños y de tanta lectura!

8 de junio de 1918.

—430→

ArribaAbajoEl encuentro

Nos volvemos a ver, amada de otros días,
casualmente: la vida tiene sus ironías
y nos une, un instante, para que recordemos
nuestras horas de abril que perdidas tenemos.

Tal vez ni me conoces: el tiempo ha transcurrido 5
tan veloz (la mujer es propensa al olvido)
y quizás ni recuerdes dónde estuvo alojado
tu corazón, por nuevos huéspedes ocupado.

¡Cuándo ibas a pensar que en este hombre sombrío
hallaras al que un tiempo llamaste amado mío: 10
que esta boca, reseca de beber amargura,
fuera la que probaron tus labios con hartura,
y que a ese que nombrabas mi dueño… vida mía…
diga Señor y Usted… ¿Verdad que es ironía?

Los dos somos distintos: tú llevas traje largo, 15
yo cambié mi sonrisa con un rictus amargo;
después de los dieciocho pienso de otra manera:
ya no creo en la Gloria, probable o venidera;
eso sí: sigo haciendo mis versos cada día.

Yo no puedo llorar, pero mi poesía 20
llora por mí; ¡son dulces y tienen tal encanto
las tristezas rimadas, los dolores en canto!
—431→
Yo creo que las penas algo valen si de ellas
conseguimos hacer unas páginas bellas…

¿Soy yo mismo, soy yo, el que te amaba antaño 25
quién te ve indiferente?… Fue deplorable engaño
el bautizar eterno al frágil amor nuestro,
cuando el Tiempo, en la sombra, sonreía siniestro.

¡Ay! Nuestro corazón es el mar. ¿Quién augura
el color de sus ondas en el alba futura? 30
¿Caprichos?… ¿Veleidades?… ¡Bah!… quizás el encanto
está en la alternativa de carcajada y llanto,
estar hoy en un sitio y mañana estar lejos,
y verse en nuevas almas como en nuevos espejos…,

¡Ah!, cabecita loca, alma pueril y vana 35
que eternizar pretendes la abrileña mañana
y detener el tiempo con tu manita leve:
¡ni con todos tus soles fundirás esta nieve!…

Y bien, ¡adiós! me vuelvo a mi sombra, a mi oscuro
cuchitril de poeta, donde vivo seguro 40
de que nadie me quite mi dolor, donde puedo
soñar, llorar un poco, sin que me asalte el miedo
de ser cursi… Tú, sigue haciendo la existencia
menos amarga, con tu adorable presencia,
al prendista tu esposo… Me voy antes que hiele 45
(tu marta cibellina reta a los fríos, huele
a Dame en noir tu cuerpo tibiecito…). ¡Ah! chiquilla
¿qué tiene si nos marcháramos los dos a mi boardilla?

—432→

ArribaAbajoEl precepto

Deja la plaza pública al fariseo, deja
la calle al necio y tú enciérrate, alma mía,
y que sólo la lira interprete tu queja
y conozca el secreto de tu melancolía.

En los brazos del Tiempo la juventud se aleja, 5
pero su aroma nos embriaga todavía
y la empañada luna del Recuerdo refleja
las arrugas del rostro que adoramos un día.

Y todo por vivir la vida tan deprisa,
por el fugaz encanto de aquella loca risa, 10
alegre como un son de campanas pascuales;
por el beso enigmático de la boca florida,
por el árbol maligno cuyas poemas fatales
de emponzoñadas mieles envenenan la Vida.

—433→

ArribaAbajo Danse d’Anitra

(En el álbum de Anna Pawlowa)

A Juan Verdesoto.

Va ligera, va pálida, va fina,
cual si una alada esencia poseyere.
Dios mío esta adorable danzarina
se va a morir, se va a morir… se muere.

Tan aérea, tan leve, tan divina, 5
se ignora si danzar o volar quiere;
y se torna su cuerpo una ala fina,
cual si el soplo de Dios lo sostuviere.

Sollozan perla a perla cristalina
las flautas en ambiguo miserere… 10
Las arpas lloran y la guzla trina…
¡Sostened a la leve danzarina,
porque se va a morir…, porque se muere!

—434→

ArribaAbajo Epístola

Al espíritu de Arturo Borja.

Hermano, que a la diestra del padre Verlaine moras
y por siglos contemplas las eternas auroras
y la gloria del Paracleto,
un mensaje doliente mi cítara te envía,
en el cuello de nieve de la alondra del día, 5
cuyo pico humedecen las mieles del Himeto.

Ya no se oye la voz de la siringa agreste,
ni el vuelo de palomas rasga el vuelo celeste,
ni el traficante escucha la flauta del Panida;
los augures predicen la extinción de la raza: 10
Sagitario hacia el Cisne con su flecha amenaza;
pronto será la estirpe del Arcade extinguida.

Sobre el mar, del que un día olímpico deseo
hizo surgir, como una perla rosa,
el cuerpo de Afrodita victoriosa, 15
hoy, sólo de Mercurio se ha visto el caduceo.

Los sacerdotes jóvenes del melodioso rito
que han consultado el áureo libro de lo Infinito
y escuchado la música de las constelaciones,
recibieron los dardos de arqueros mercenarios; 20
y los viejos cruzados se yerguen solitarios
en el azul, lo mismo que mudos torreones.

Tú, que ves la increada luz del alba que ciega,
tú que probaste el agua de la Hipocrene griega,
ruega al Supremo Numen por la estirpe de Pan, 25
Mientras Zoilo sonríe, en la sombra conspira.
Tal la postrera fase que solloza la Lira,
Nuestros dioses se van. Nuestros dioses se van.

1916

—435→

ArribaAbajoOración de Nochebuena

Infante-Dios: el pálido bardo meditabundo
canta el advenimiento del divino tesoro,
y, ante quien da su vida al corazón del mundo,
ofrenda su plegaria -su mirra, incienso y oro-.

No por el que celebra la gloria de tu pascua 5
entre rubios hervores de cálido champaña,
ni por el alma frívola, ni por la boca de ascua
en que el sofisma teje sutil hebra de araña…

Por los huérfanos niños, los de padres ignotos,
que esperan el presente real en la ventana, 10
y sólo nieve encuentran en sus zapatos rotos,
a la rosada luz de la nueva mañana;

por esas pobres vírgenes que consume la anemia,
víctimas inocentes de paternales vicios;
y por los melenudos hijos de la Bohemia 15
en quienes ha ejercido Saturno maleficios;

por la novia que espera y espera eternamente,
la cimera de Orlando, el plumón de Amadís
o la voz de Romeo, hasta que un día siente
que un fúnebre enlutado la lleva dulcemente, 20
en su barquilla de ébano, a un remoto país;
—436→

Por los meditabundos hijos de la Sophia,
los hermanos de Fausto, que huyendo del contacto
mundanal, se lanzaron a la tiniebla fría
del Ser y del No-Ser, y sin luz y sin guía 25
perdiéronse en la noche suprema de lo Abstracto;

y por los vagabundos y por los atorrantes
que jamás conocieron la familiar dulzura,
por esos ignorados y tristes comediantes
de la tragicomedia de la Malaventura. 30

Por el que en dolorosas horas de su vigilia
toma por salvación el puñal o el veneno
y por el trotamundos sin pan y sin familia,
que inmoló a los sentidos cuanto en él era bueno;

por esos cuyos nombres son de marca de ludibrio 35
-almas patibularias, lívidos criminales-,
por esos cuya marcha de atroz desequilibrio
acompañan los siete Pecados Capitales;

y por el Metafísico incansable que sufre
de un obsesor problema el torcedor eterno, 40
que es peor que llevar la esclavina de azufre
que Satanás ofrece al malo en el Infierno;

Señor, y, sobre todo, por el triste Poeta,
en cuyo pecho vibra la perenne armonía,
por ese mago, dueño de la virtud secreta 45
de hacer de sus dolores luz, sueño y melodía;

por ellos mi oración llena de mansedumbre,
por ellos mirra, incienso y oro mis cantos den…
Vuelve tus ojos puros a aquella muchedumbre
y ábreles el tesoro de tus gracias. ¡Amén! 50

1916

Zaldumbide, G. (1916). De poesías escogidas. Cervantesvirtual. Recuperado de http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/poetas-parnasianos-y-modernistas–0/html/000965c6-82b2-11df-acc7-002185ce6064_10.html#I_105_

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